Época: cultura XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
La Ilustración

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Nacida en Inglaterra, reinventada en Francia, la Ilustración no va a tardar en extenderse por toda Europa y llegar a América. Favorecen el movimiento tanto la conversión del francés en la lengua cultural por antonomasia y de París en el punto de encuentro de todos los intelectuales, entre los que existen, además, estrechas relaciones, como los constantes viajes de los escritores ilustrados, unas veces en respuesta a la invitación hecha por las más altas jerarquías de los Estados -Rusia, Prusia- y otras, obligados por avatares políticos. Junto a ello, las nuevas ideas van a contar con importantes canales de difusión: la letra impresa periódicos, libros-, la palabra -cafés, tertulias, salones, clubs- y algunas instituciones -academias, logias masónicas-.
Las publicaciones van a ser, sin lugar a dudas, el mejor vehículo para la extensión de Las Luces, dado el momento de desarrollo creciente que el siglo XVIII representa para el comercio de libros y para la prensa, creadora de una extensa red de corresponsales situados en los más diversos lugares. Tal hecho hemos de verlo como una expresión y etapa más de esa entrada de las sociedades occidentales en el mundo de la cultura escrita que es, a decir de Ariés y Duby, una de las principales evoluciones del periodo moderno.

Las ediciones de obras se multiplican de forma importante, teniendo uno de sus centros más señalados en Holanda, donde se editan todas aquellas que la censura, secular o religiosa, ha prohibido en otros países. Por contra, en los Balcanes, el Imperio y la Europa del Este los trabajos de impresión no se desarrollan hasta el último cuarto de la centuria. El lenguaje claro que la mayor parte de los autores intenta utilizar en sus escritos facilitará su llegada a un amplio público, lo mismo que la aparición de las ediciones de bolsillo, más económicas, y la difusión de las suscripciones y de la publicación por fascículos. Como consecuencia, la posesión de libros deja de ser cosa de una escasa elite, sobre todo en las zonas urbanas y protestantes, mientras la biblioteca, lugar de retiro, estudio y meditación, se convierte en un espacio más de la casa.

En cuanto a la temática, a fines de la centuria se ha diversificado considerablemente, aunque los títulos mayoritarios en las colecciones privadas siguen siendo los almanaques, la Biblia y los de entretenimiento. También tuvieron gran éxito las enciclopedias y los diccionarios cuyo paradigma es La Enciclopedia francesa. Sin embargo, ya antes habían aparecido obras similares en inglés, alemán e italiano, sin olvidar el Diccionario histórico y crítico (1695-1697), de Bayle, cuyo racionalismo e independencia de criterio lo convirtieron en un arsenal de ideas para los ilustrados.

Nacida a comienzos del siglo XVII en Holanda e Inglaterra, la prensa periódica vive durante la centuria del Setecientos un momento importante de desarrollo. El número de publicaciones crece y su carácter se modifica: las habrá políticas, morales, literario-científicas, hojas de anuncios y magazine o revistas sobre cuanto acontece en el mundo. La división, sin embargo, no es absoluta, mezclándose por lo general los temas. La periodicidad de aparición se regulariza, uniéndose a las mensuales y semanales las diarias, que finalmente consiguen continuidad. Pionera de ellas es el británico Daily Courrent, aparecido en 1702. En el Continente los diarios se retrasan hasta la segunda mitad de siglo, abriendo el camino el Diario Noticioso, curioso, erudito y comercial, público y económico, editado en Madrid desde 1758 bajo la dirección inicial de F. Mariano Nipho. Le seguirán: Le Journal de Paris (1777), Diario de Barcelona, etc. Sus páginas van a contribuir de forma decisiva a la difusión de las nuevas ideas y de todas las noticias relacionadas con el mundo ilustrado, pese a la fuerte censura que sufren en los Estados absolutos, algunos de cuyos monarcas -Federico II, Catalina II- escribieron artículos y llegaron a fundar o dirigir algunos periódicos en su provecho y el de sus gobiernos. Sólo los ingleses se libraban de este control oficial previo.

Uno de los periódicos más antiguos e importantes será la Gazzatte de Hollande, mientras que en Francia las Nouvelles Litéraires, aparecida en 1721, inauguran el género de la reseña literaria, con el que se intenta informar a los lectores sobre las últimas novedades literarias e ideológicas. Siguen su camino el antiguo Mercure de France y varias publicaciones de otros países como el Giornale (1710-1737) del italiano Maffel. En Inglaterra, donde florece un periodismo moderno, Steele había empezado a editar The Tatler (1709), al que siguió en colaboración con Addison The Spectator (1711-1712). En ambos se critican las costumbres sociales al tiempo que se trata de instruir al lector sobre lo que debe evitar y lo que debe hacer. De ellos nace la imagen de un nuevo modelo humano que causará gran impacto en Europa: el burgués, encarnado en el comerciante, del que se dice que tiene más derecho que el cortesano y el sabio a llamarse gentleman. Se le describe como gente de exterior sencillo, que gusta de usar el paño y el bastón en lugar de la seda y la espada, con sentido común y preocupado por las cuestiones prácticas (trabajo, ahorro...). A Steele y Addison se les debe también la aparición de dos periódicos políticos: The Guardian (1713) y The Englishman (1713-1716). Desde Inglaterra, el modelo de periódico creado por The Spectator pasa al Continente, donde aparecerán en varios países publicaciones similares entre las que figura El Pensador, editado en Madrid de 1762 a 1767, dirigido por Clavijo y Fajardo, y la Vsjakaja Vsjacina (Un poco de todo, 1769-1774) de la Rusia de Catalina II. América del Norte, asimismo, tuvo su prensa pese a las dificultades que suponían los altos precios de la tinta, el papel y los tipos, importados todos desde Europa. Sin olvidar el retraso -cinco a ocho semanas- con que se reciben las noticias. No obstante, en 1775 existían 34 semanarios, entre los que destaca la Pennsylvania Gazette, de Franklin, y en 1784 aparece el primer diario: Pennsylvania Packet.

Otro de los medios de difusión de las ideas ilustradas fueron las reuniones, que acogían a personas con afinidades culturales. Se podían celebrar en lugares distintos y revistieron formas diferentes, casi todas nacidas con anterioridad pero que adquieren auge en este siglo. Una de ellas fueron los clubes ingleses, cuyo origen se remonta al siglo XV, alcanzando una estructura formal a fines de la centuria siguiente. Son sociedades exclusivamente masculinas y muy selectivas en cuanto a sus miembros, los cuales deben de cumplir una serie de requisitos para ser admitidos y pagar altas cotizaciones mientras permanecen en ellas. Su lugar de reunión era un espacio sólo del hombre: la taberna. Durante el siglo XVIII se extendieron a Francia donde se convirtieron en centros de la vida política. Fenelon solía reunirse en el Club del Entresuelo y la fórmula de tales asociaciones sirvió para esbozar los futuros partidos: jacobinos, cordeliers, etc.

Durante el siglo XVII aparecieron los primeros cafés europeos en Marsella (1654), París (1672) y Venecia (1690) por imitación de los establecimientos similares existentes en La Meca. A lo largo del XVIII se convirtieron en establecimientos distinguidos a diferencia de las tabernas, las cervecerías o las botillerías de carácter más popular. Pronto empezaron a formarse en ellos pequeñas tertulias que en Francia tuvieron carácter político: en el café Caveau se reunían los federados, en el de Valois, los feuillant, etc. La influencia gala y los desplazamientos de algunos italianos difundieron estos establecimientos por el Continente. A España, por ejemplo, llegaron en la segunda mitad de la centuria de la mano, entre otros, de Gippini, quien se estableció en Cádiz, Sevilla, Barcelona, San Sebastián y Madrid, ciudad ésta donde consiguió fuerte arraigo.

De todos los lugares de tertulia, los más conocidos y famosos fueron los salones, que llegaron a constituir los únicos espacios y sociedades regidos por mujeres. Teniendo por antecedente los círculos literarios que formaron algunas francesas durante el siglo XVI, el salón nace en 1620 por obra de la marquesa de Rambouillet, quien tenía la costumbre de reunir a sus amigos para conversar en la chambre bleu. En este sentido, puede decirse que ella fue la creadora del término en sus dos acepciones: la de habitación menos formal que la sala y la de institución. Como tal, su número aumentó durante el siglo XVIII al tiempo que lo hacía su importancia como lugar de contacto entre las figuras más conspicuas de la época, de difusión de las ideas ilustradas y científicas, y como centro de actividad política al margen o en contra de la corte. En ellos se hicieron y deshicieron carreras, primero; se cobijó a la oposición y se preparó la revolución, más tarde. Si en los primeros momentos la titularidad de los salones correspondió a las aristócratas, pronto se les unieron mujeres de otros grupos sociales, como Suzanne Necker, hija de vicario y madre de madame Stäel, o madame De Geoffrin (1699-1777), cuyo padre era paje y su marido, industrial heladero. Ambas mantuvieron famas reuniones en su época, lo mismo que lo hicieron la marquesa de Lambert, madame Tencin y mademoiselle De Lespinasse. Aunque las mantenedoras de los salones eran siempre mujeres, su auténtico objetivo eran los hombres, verdaderos protagonistas de aquéllos y de cuya fama dependía, fundamental y paradójicamente, la reputación de las anfitrionas. De ahí, la rivalidad que existía entre ellas, compatible con un compañerismo que les lleva a compartir la compañía de las figuras más importantes y, en ocasiones, a legarse el salón al morir.

Desde Francia la moda de los salones se extendió a otros países que les aportaron ciertas peculiaridades. Así, en los españoles faltaron las connotaciones políticas y científicas; los ingleses fueron más informales, conociéndose por ello a las salonières con el sobrenombre de medias azules. Solían pertenecer a la clase media y entre ellas cabe señalar a la londinense Elizabeth Montagu (1720-1800). En Berlín tenían procedencia judía y sus salones surgen de la transformación, en los años ochenta, de las casas abiertas que tenían sus padres. Es el caso de Henrietta Herz (1764-1847) o Dorothea von Shlegel (1763-1839). Ahora bien, diferencias aparte, en todos los casos existe un rasgo común: los salones son lugares de movilidad social al permitir la convivencia de nobles, burgueses e intelectuales y ofrecen a las mujeres la oportunidad de relacionarse con hombres importantes. La forma en que aprovecharon tal oportunidad alumbra dos actitudes antitéticas bien conocidas. Unas intentaron desarrollar su talento, renunciando incluso al amor físico en aras de hacerse respetar, y practicaron una solidaridad que les llevó a ayudar a aquellas que no tenían sus mismas posibilidades de saber pero sí el talento suficiente. Otras sólo utilizaron su sexualidad y buscaron el medro personal. A ellas se debe que al finalizar la centuria la imagen social del salón se asocie a la de comportamientos sexuales ligeros limitados hasta entonces a la corte y la aristocracia. Ello, unido a su activismo político, les llevó a ser dispersados con la revolución.

Academias y logias constituyen sendas instituciones organizadas a través de las cuales el trabajo de Las Luces se desarrolla y difunde. Al igual que en los casos anteriores, sus raíces superan hacia atrás el marco cronológico que nos ocupa, aunque es en él donde su desenvolvimiento se acelera.

Las academias nacieron en la Italia renacentista, donde se constituyen regularmente con autonomía y cierta protección oficial. También se delimitaron los objetivos de su investigación: la literatura o la ciencia, a las que se unen después las artes. Durante el siglo XVII pasaron a Europa, siendo Francia la que se convierte en modelo a imitar y la que les otorga el carácter con que las encontramos en el XVIII: ellas eran fuente de autoridad respecto a las actividades artísticas e intelectuales, cuyo desenvolvimiento rigen a nivel nacional. Dado el afán racionalizador y normativo de la centuria ilustrada, es fácil entender la multiplicación de su número y la extensión geográfica que alcanzan a lo largo de ella. Las encontraremos no sólo en las grandes metrópolis, sino también en otras ciudades de provincia donde se intenta seguir el ejemplo de aquéllas. En España es Felipe V quien introduce el movimiento académico al fundar la Academia Española en 1714; Federico I de Prusia establece la Academia de Ciencias de Berlín en 1701, a la que siguen las de Upsala (1710), San Petersburgo (1724), Estocolmo (1739), Copenhague (1743) y la sueca (1786). En total, para 1770 el número de academias ascendía a 40. Para esta fecha la extracción social de sus miembros y sus objetivos culturales prioritarios se habían modificado. El predominio de las clases privilegiadas y los trabajos literarios de la primera mitad de siglo había dejado paso al de los burgueses, sobre todo doctores y abogados, y la investigación científica. Tampoco faltó entre sus integrantes una representación del clero.

Las logias masónicas fueron, por su talante, lugares excepcionales para acoger la Ilustración y a ellas pertenecieron sus figuras más señaladas. La masonería moderna, o masonería especulativa, nace en 1717 al constituirse la Gran Logia de Londres. Su ideario se recoge en las Constituciones de Anderson, escritas por dos pastores protestantes y publicadas en 1723. Las influencias de los antecedentes medievales y del pensamiento de Locke son evidentes, como también lo son, según el estudio de Álvarez Lázaro, las de Bacon, Comenio y Valentín Andrea. De las cuatro partes en que se dividen las Constituciones, la segunda recoge los principios fundamentales de la nueva masonería. Nace ésta con una vocación universalista y fraternal que le lleva a tener por objetivo la unificación de todos los hombres en su seno. Para conseguirla es preciso superar las dos causas históricas de división: política y religiosa, de ahí que se proclame la neutralidad en ambos terrenos y la tolerancia hacia las creencias individuales. Los lugares que se ofrecen como centro de unión son las logias, que conservan sus símbolos y ritos tradicionales: estrella, compás, escuadra, nivel y secreto absoluto. Ahora bien, según nos dice Lessing, uno de sus miembros más señalados, para ser masón no basta con pertenecer a una logia, es preciso actuar en favor de la obra de arte que es la humanidad. En este sentido, la masonería propone también un nuevo modelo de hombre. Desde el punto de vista político será pacífico súbdito de los poderes civiles; desde el religioso, ni ateo estúpido ni libertino irreligioso, sino creyente en Dios, al que por vez primera se le denomina Gran Arquitecto del Universo, y respetuoso con todas las confesiones. Éticamente, está obligado a obedecer la ley moral y ello se reflejará al exterior en sus buenas maneras, su vida familiar ordenada y su responsabilidad laboral. Junto con el hombre, la masonería quiere transformar la sociedad y uno de los cauces para conseguirlo es la educación, de ahí la atención que se le presta al tema. Ella misma ya se consideraba una escuela de formación de ciudadanos del mundo; pero, además, entre sus miembros la filosofía de la educación recibe grandes atenciones. Lessing, Fitchte, Goethe y Herder logran con sus obras sacar los principios masónicos de las fronteras de las logias y traspasarlos al terreno filosófico.

La masonería se extendió con rapidez, pese a ser condenada en 1738 por Clemente XII. A ello contribuyó tanto la labor de los iniciados como la de mercaderes, diplomáticos, soldados, prisioneros de guerra o cómicos, en una palabra, de cuantos de un modo u otro habían tenido conocimiento de ella. Sus miembros procedieron mayoritariamente de la nobleza, que dio muchos grandes maestres, la burguesía acomodada y las profesiones liberales, sin olvidar a algunos monarcas -Federico II- que ingresaron en ella para controlarla y conseguir su apoyo.